El 24 de mayo de 2013 se realizará el primero de los dos encuentros de las Jornadas “Escuela, Familias y Comunidad” en todas las unidades educativas del país de todos los niveles y modalidades. Se trata de una iniciativa que ha sido enunciada en el Plan Nacional de Educación Obligatoria y Formación Docente 2012-2016 y acordada federalmente. En esta oportunidad, la lectura, en sentido amplio, es la actividad convocante para generar un diálogo que profundice los vínculos entre los participantes de la jornada. Vínculos que, como todos reconocemos, son la condición necesaria para el buen desarrollo de la vida escolar de nuestros estudiantes.
Cada grado leyó un cuento para introducir el tema del taller:
1er grado “Dos palomas y un hornero”
Se hallaba un día un hornero buscando un buen lugar donde construir su nuevo nido, cuando divisó un árbol alto y robusto que se encontraba frente a una casa. Rápidamente voló hacia allí y, una vez que decidió cuál sería la rama más resistente, puso manos…mejor dicho pico, patas y alas a la obra.
En eso estaba, llevando y trayendo barro y ramitas para hacer el nido, cuando lo interrumpió una carraspera. El hornero inclinó la cabeza y divisó dos palomas mensajeras, una muy blanca, la otra muy gris, que lo observaban desde el alféizar de una de las ventanas de la casa.
-Parece que tenemos nuevo vecino-comentó una.
-No sé para qué se toma tanto trabajo-respondió la otra-, pues ese pobre rancho le va a durar bien poco. Al primer ventarrón, ¡patapúm!, se va a caer como una hoja en otoño.
El laborioso pájaro decidió no hacer caso a los comentarios y siguió trabajando sin descanso, como si aquellas dos no estuvieran allí.
-Oíme-lo llamó la segunda paloma-, a esa cosa que estás armando, ¿le vas a poner techo? Los inviernos por aquí son bien duros y necesitarás un buen reparo, si no querés que tu familia se congele.
Y, como el hornero seguía sin responder, la primera insistió:
-Yo me llamo Blanquita, y esta que ves aquí-señaló a su compañera-es Gris. ¿Vos cómo te llamás?
-Juan-contestó el hornero.
-¿Y cuándo pensás mudarte para aquí con tu familia?-preguntó Blanquita.
El hornero terminó de modelar el piso de su nido y respondió secamente:
-En cuanto termine.
-Parece mucho trabajo-comentó Gris-. Menos mal que a nosotras los nidos nos los dieron hechos.
Blanquita expresó su conformidad moviendo la cabeza de arriba hacia abajo.
-Es verdad. No tuvimos que despeinarnos ni una pluma para tener hogares cálidos y confortables.
-Y mejor terminados, por lo que veo-coincidió la otra, observando las irregularidades del nido del hornero.
A pesar de que los comentarios hirientes de las dos comadres le estaban agotando la paciencia, el hornero cerró el pico con fuerza para no sentirse tentado a responderles.
-No sé cómo algunos pueden vivir así-insistió Blanquita-. Mirá ese lugar; por más que la pobre hornera se la pase friega que te friega día y noche, siempre estará lleno de tierra y suciedad. En cambio, nuestras jaulas son una joya.
-Ay-se estremeció Gris-, no me digas, que se me ponen las plumas de punta de sólo pensarlo. Menos mal que nosotras tenemos quién se encargue de la limpieza, que si no…
-Y también de traernos comida y agua en abundancia-siguió la otra-, porque eso de andar buscando lombrices y semillas por ahí, no es lo mío.
-¡Ni lo menciones, puaj!-se asqueó Gris-. Pero mejor no sigamos, porque creo que por la forma en que nos mira Juan, en cualquier momento se nos muere de envidia.
Y así se quedaron, observando en silencio durante unos instantes al laborioso hornero, hasta que un grito proveniente del interior de la casa las sacó de su distracción.
-¡Ayyy, querido!-llamó una voz de mujer-. ¡Vení, vení rápido!
Gris miró a Blanquita y Blanquita miró a Gris, y luego ambas miraron hacia la dirección de donde provenían los gritos.
-¡Atrapalas, que van a escapar!-siguió vociferando la señora.
Un hombre apareció entonces en la ventana, vio a una y a otra, y las tomó con fuerza en las manos.
-¿Escapar?-preguntó en tono burlón-. ¡Qué van a poder escapar si están tan gordas que apenas pueden mover las alas!
Y, mientras metía a Gris en una jaula y a Blanquita en la otra, reprendió a su mujer:
-¡Te dije que les estabas dando demasiada comida, pero no me hacés caso! ¡A partir de hoy, empiezan una dieta!
-Dejá de protestar y ponelas cerca de la ventana, así les da un poco el sol-le respondió la señora.
Allí quedaron las dos, jaula contra jaula, observando por entre los barrotes al hornero que, con una ramita en el pico, las contemplaba desde lo alto del árbol.
-Tienen razón-dijo de pronto-. Mi casa no es tan prolija, ni tan perfecta, ni tan limpia como las de ustedes. Y como temo morirme de envidia si me quedo aquí, mejor me voy a construir mi nido a otro lado.
Y emprendió vuelo sin despedirse. Largo rato lo miraron las palomas mientras surcaba el cielo, alejándose más y más hasta que lo perdieron de vista. Y luego, sin decir una palabra, cada una inclinó la cabeza hacia un costado para ocultarle a la otra las lágrimas que le resbalaban por el pico.
2do leyó "El Tigre sin color"
Había una vez un tigre sin color. Todos sus tonos eran grises, blancos y negros. Tanto, que parecía salido de una de esas películas antiguas. Su falta de color le había hecho tan famoso, que los mejores pintores del mundo entero habían visitado su zoológico tratando de colorearlo, pero ninguno había conseguido nada: todos los colores y pigmentos resbalaban sobre su piel.
Entonces apareció Chiflus, el pintor chiflado. Era un tipo extraño que andaba por todas partes pintando alegremente con su pincel. Mejor dicho, hacía como si pintara, porque nunca mojaba su pincel, y tampoco utilizaba lienzos o papeles; sólo pintaba en el aire, y de ahí decían que estaba chiflado. Por eso les hizo tanta gracia a todos que Chiflus dijera que quería pintar al tigre gris.
Al entrar en la jaula del tigre, el chiflado pintor comenzó a susurrarle a la oreja, al tiempo que movía su seco pincel arriba y abajo sobre el animal. Y sorprendiendo a todos, la piel del tigre comenzó a tomar los colores y tonos más vivos que un tigre pueda tener. Estuvo Chiflus mucho tiempo susurrando al gran animal y retocando todo su pelaje, que resultó bellísimo.
Todos quisieron saber cuál era el secreto de aquel genial pintor. Chiflus explicó cómo su pincel sólo servía para pintar la vida real, que por eso no necesitaba usar colores, y que había podido pintar el tigre con una única frase que susurró a su oido continuamente: "en sólo unos días volverás a ser libre, ya lo verás".
Y viendo la tristeza que causaba al tigre su encierro, y la alegría por su libertad, los responsables del zoo finalmente lo llevaron a la selva y lo liberaron, donde nunca más perdió su color.
Autor.. Pedro Pablo Sacristán
3ero leyó Julián y el Genio
Desde su ventana, Julián había visto llegar la fragata que trajo las noticias.
Causaron tanto revuelo en la ciudad esas noticias. Y desde hacía una semana Buenos Aires era un torbellino.
Como Julián y su familia vivían en un ranchito a orillas del Río de la Plata, también vio asomar la tormenta que arreciaba desde el principio de aquella semana de mayo de 1810. Ya era viernes y por fin la lluvia comenzaba a cesar, pero el cielo seguía encapotado, amenazante.
Sin lluvia, lo primero que hizo fue salir a ver qué regalo le traían las olas del río. Eso hacía siempre y luego de la última sudestada, durmiendo sobre la arena había encontrado un cofrecito plateado que terminó regalando a su mamá para Navidad.
Ahora, con sus pantalones arremangados, caminaba por la costa. La vista clavada en el suelo húmedo y con rastros de espuma.
Caracolas, piedritas, botellas… y algo que brillaba levemente, como el sol que se encaprichaba en no dejarse ver.
Julián se acercó. Con sorpresa descubrió que se trataba de una lámpara, como ésas que, llenas de aceite, usaban para alumbrarse las noches los de las casas principales.
Estaba cubierta de algas y barro la lámpara.
La frotó para verla en detalle y ocurrió algo inesperado. Una voz salió de adentro:
— Hola Julián.
— ¿Quién sos?
— Un genio —respondió guturalmente el de adentro—. Hace siglos que un mago me encerró aquí y sólo seré libre cuando alguien pida un deseo a la lámpara. ¿Querés ayudarme?
A Julián se le llenó la carita de sol y se puso a pensar qué podría pedir. Mientras, desde adentro, el genio le susurraba:
— Podés pedir riquezas, juventud, suerte, mucha suerte. Todo en un único deseo… pero por favor, liberame.
— No sé qué pedirte —le confesó el muchacho. Para él, ni el dinero, la edad o el destino eran importantes.
— Ser un rey poderosísimo de esos que dominan territorios, que deciden qué personas viven y cuáles mueren —ofreció el genio.
Pero Julián no podía ver los atractivos de la propuesta.
No se decidía.
Pensó en que, desde que había comenzado la tormenta, su papá, que era pescador, no había podido salir a tirar las redes. Y su mamá, que cocinaba dulces para vender, no había hallado madera seca para encender el fogón.
¡Eso! Que saliera el sol, justito ahora que volvía a desatarse una llovizna.
Iba a pedir su deseo soleado, cuando su hermana mayor apareció corriendo y a los gritos.
— Julián, Julián… vamos a la Plaza, algo pasa frente al Cabildo —le decía.
El guardó la lámpara con su genio bajo una piedra y, en un segundo, estuvo corriendo al lado de su hermana.
Sin embargo, a lo lejos oía cómo el genio insistía:
— Lo que quieras, te lo daré. ¡Pero liberame!
Los hermanos llegaron frente al Cabildo, donde vieron un montón de gente inundada por la emoción y la alegría. Todos gritaban y a través de una ventana de los altos del edificio se podía ver que adentro también reinaba algarabía.
— ¿Qué pasó? ¿Qué pasó? —iban preguntando a quienes los rodeaban.
Una negra se acercó encandilándolos con su sonrisa de perlas:
— Se acaba de cumplir el deseo que hemos tenido desde hace años.
— ¿Cuál?
— ¡Somos libres! —les explicó un hombre muy elegante que entregaba cintas color blanco a quien se le cruzara—. Ahora, vamos a poder decidir nuestro destino sin que nadie nos obligue a hacer lo que no nos conviene. Tal vez algún día tengamos nuestro propio país, podamos elegir nuestros gobernantes, crear nuestras leyes y ser felices. Eso: hoy comenzamos a ser felices.
Julián y su hermana mucho no entendieron lo que les decía, pero al hombre las palabras le brotaban con tanta emoción que también se contagiaron. Se pusieron a saltar y a gritar.
Hasta que, en medio de tanta fiesta, el chico se acordó de la lámpara con su genio y el deseo aún pendiente.
Sin explicarle a su hermana, corrió a la playa. Bajo la piedra halló intacto su tesoro.
— Volviste. Quiere decir que ya sabés qué me pedirás —le dijo el genio—. Dejame adivinar: todo el oro de estas tierras, dominar los mares y las fronteras, esclavizar a quien consideres inferior… En fin: ser todopoderoso.
— No —le retrucó Julián—. Te deseo la libertad.
De repente, la lámpara brilló intensamente.
La tapa se abrió y el genio, convertido en una bola de luz violácea, salió volando hasta perderse entre las nubes.
Julián no sabía nada de riquezas, ni de poder, ni de dominación. Pero acababa de aprender algo y eso era lo único que sabía: con la libertad llega la felicidad o queda más cerca de todas partes.
Y feliz se sentía, porque finalmente, en el cielo, el sol comenzaba a salir con ganas de quedarse.
4to leyó El hombrecito verde y su pájaro
El hombrecito verde de la casa verde del país verde tenía un pájaro.
Era un pájaro verde de verde vuelo. Vivía en una jaula verde y picoteaba verdes verdes semillas.
El hombrecito verde cultivaba la tierra verde, tocaba verde música en su flauta y abría la puerta verde de la jaula para que su pájaro saliera cuando tuviera ganas.
El pájaro se iba a picotear semillas y volaba verde, verde, verdemente.
Un día en medio de un verde vuelo, vio unos racimos que le hicieron esponjar las verdes plumas.
El pájaro picoteó verdemente los racimos y sintió una gran alegría de color naranja.
Y voló, y su vuelo fue de otro color. Y cantó, y su canto fue de otro color.
Cuando llegó a la casita verde, el hombrecito verde lo esperaba con verde sonrisa.
—¡Hola pájaro! —le dijo.
Y lo miró revolotear sobre el sillón verde, la verde pava y el libro verde.
Pero en cada vuelo y en cada trino, el pájaro dejaba manchitas amarillas, pequeños puntos blancos y violetas.
El hombrecito verde vio con asombro cómo el pájaro ponía colores en su sillón verde, en sus cortinas y en su cafetera.
—¡Oh, no! —dijo verdemente alarmado.
Y miró bien a su pájaro verde y lo encontró un poco lila y un poco verdemar.
—¡Oh, no! —dijo, y con verde apuro buscó pintura verde y pintó el pico, pintó las patas, pintó las plumas.
Verde verdemente pintó a su pájaro.
Pero cuando el pájaro cantó, no pudo pintar su canto. Y cuando el pájaro voló, no pudo pintar su vuelo. Todo era verdemente inútil.
Y el hombrecito verde dejó en el suelo el pincel verde y la verde pintura. Se sentó en la alfombra verde sintiendo un burbujeo por todo el cuerpo. Una especie de cosquilla azul.
Y se puso a tocar la flauta verde mirando a lo lejos. Y de la flauta salió una música verdeazulrosa que hizo revolotear celestemente al pájaro.
El hombrecito verde de la casa verde del país verde tenía un miedo verde. Un buen día se encontró con que su verde pájaro cantaba canciones amarillas y violetas, volaba con vuelos azules, y ya nada estaba igual.
Todo era un verde dolor de cabeza.
Por eso el hombrecito verde empezó a pensar qué cosas habría un poco más allá de su país verde, detrás de la mata verde. Qué cosas de allá hacían que todo cambiara tanto del lado de acá.
Estaba desconcertado y tenía verdes dudas sobre las cosas.
—El mundo siempre fue verde —rezongaba, tomando un verde mate—. Siempre fue verde y así está bien.
Y reprimía los suspiros porque vaya a saber de qué color le saldrían.
Entonces el hombrecito verde se metió en la cama verde y se tapó la cabeza con la verde almohada.
Cerró con fuerza los ojos y no pudo evitar ver, en el fondo de lo negro, un montón de dibujos dorados.
Soñó que su pájaro se escapaba y se iba más allá de las matas verdes. Y en el cielo del atardecer empezaba a planear sobre un montón de paisitos, uno al lado del otro.
Un país era azul.
Otro era violeta.
Otro era blanco.
Otro, amarillo.
Y otro.
Y otro.
Y otro.
Ninguno se mezclaba con su vecino. Los hombres violetas tenían casas violetas y los perros violetas olisqueaban el pasto violeta y violetamente hacían pis en los árboles violetas.
El humo de las fábricas azules hacía toser azulmente a la gente azul.
Y en el Banco blanco, la blanca gente cobraba cheques blancos, para comprar blancos bifes.
Los chicos marrones salían gritando palabras marrones de la escuela marrón.
Y así otro.
Y otro.
De pronto, una rosa vio al pájaro. Un pájaro verde en el cielo rosa.
—¡Qué es eso! —gritaron todos con rosado grito, y empezaron a tirarle tomates rosas.
Y los violetas empezaron con los tomates violetas, los celestes con los tomates celestes, los dorados con los dorados, mientras el pájaro planeaba, iba y volvía por el aire, subía, se hamacaba en medio del tiroteo de tomates de todos colores. De vez en cuando picoteaba algún tomate y estaba encantado, porque los tomates, según su color, tenían un riquísimo sabor diferente.
Pasó también que los tomates iban cayendo a tierra, pero caían en cualquier parte. Un tomate azul, sobre la cabeza del quiosquero blanco. Un tomate amarillo, sobre el zapato de la doña Anisia, la rosa. Un tomate anaranjado, sobre el caballo de don Antelino, el bordó.
Y así, tomate va, tomate viene, los paisitos se fueron matizando, mezclando sus colores, volviéndose un bochinche nunca visto entre esa gente.
¡Paf!, un tomate amarillo cayó sobre el hombrecito verde que soñaba.
—¡Perejiles! —dijo, porque siempre trataba de nombrar cosas verdes. Y se vio un poco amarillo y recordó todos los colores del sueño.
Miró a su alrededor, la almohada verde, la verde pava y su sillón verde.
—Un poco verde —dijo—. Todo es un poco demasiado verde.
Y con un silbido naranja llamó a su pájaro.
Con la salida del sol llegó una pajarita que empezó a revolotear entre los azahares. De pronto cada uno salió disparado para un lugar diferente. Y fueron regresando con algo en el pico.
Primero no se notaba nada. Pero al tiempo, lana va, pelo viene, empezó a crecer un nido de colores reforzado con palotes y tapizado con todas las cosas suaves, blandas y mullidas que encontraron por ahí.
Hasta que un día el hombrecito se asomó al nido para espiar y vio en el fondo tres pequeños huevos violetas. Y una mañana escuchó un alboroto muy grande en el limonero. El pájaro cantaba en la punta sus silbidos de arcoiris mientras la pajarita hacía chip chip, calentando a los pichones pelados que comían como dragones todo lo que sus padres les trajeran.
El vecindario verde estaba un poco alborotado.
Las vecinas barrían con sus verdes escobas las veredas verdes y hablaban muy temprano sobre esos pájaros que tenían reflejos un poco lila y un poco verdemar.
Doña Soledad no dejó que su nieta se quedara mirando los pájaros.
Don Andresito se hizo el que no vio nada.
Mejor no meterse.
Dalila y su marido encerraron en una pieza a la nena y al canario verde.
Marinés, la que tejía en telar con lana verde, se puso a espiar a los pájaros. Y el hombrecito la espiaba espiarlos.
Los chicos fueron los primeros en ver la novedad. Entonces llevaron corriendo una casita para pájaros a la plaza, así podrían acercarse. Pero el guardián verde de la plaza verde sacó la casita.
Los chicos la pusieron de nuevo.
El guardián la sacó.
Los chicos y el hombrecito la pusieron.
El guardián la sacó.
Los chicos, el hombrecito, Marinés y el diarero la pusieron.
El guardián y otra gente verde de bronca la sacó.
Los chicos, el hombrecito, Marinés, el diarero, las maestras y otra gente la pusieron de nuevo.
Y los dos bandos estaban muy enfrentados cuando chip, chip, empezaron a chisporrotear los pichones, y alguien empezó a comentar en voz baja que las siemprevivas podrían quedar muy lindas debajo del limonero. Y una señora dijo que le gustaban los bancos anaranjados para sentarse a tejer. Y un señor le dijo que quedaría lindísima tejiendo con lana gris sobre un banco anaranjado.
Y a la maestra le gustó que las tizas escribieran en rosa sobre los pizarrones verdes. Y a los chicos les gustó que los avioncitos de papel que se tiraban fueran de todos colores.
Y como quien no quiere la cosa todos empezaron a mirarse y a decirse qué les gustaba y qué no.
—¡Nunca me lo habías dicho! —comentó una vecina a la otra.
—¿Así que te gustan los paraguas rojos? —le preguntó un intendente a su señora.
—No me gusta tu cara verde —dijo alguien.
—Y a mí no me gusta tu bocaza de decir cosas verdes —contestó el otro.
Y no faltaron los enojos.
Y no faltó tampoco el que dijo:
—¡Pero qué desorden! ¡Ya nada es como antes, si esto empieza así...!
Y no faltaron los que dieron las espaldas verdes rezongando verdes rezongos contra esa gente que desbarataba el vecindario verde y alborotaba tanto.
El hombrecito se sumó a los corrillos donde todos decían me gusta, no me gusta, me gusta, no me gusta. Vio a Marinés, la del telar, que ahora hablaba de cambiar la lana.
Y le entró algo así como un suspiro.
—¿Y de dónde sacaré cosas nuevas? —se preguntó el hombrecito mirando su pava verde, su sillón verde, su casa verde. Y miró soñadoramente por sobre las matas, pensando vaya a saber qué. Por fin llamó a sus pájaros y les pidió que silbaran un mensaje en las comarcas detrás de las matas.
Y fue una buena idea, porque al poco tiempo una fila de gente de todos los colores llegó serpenteando por los matorrales.
Cada uno traía una cosa de color para cambiarla por una cosa verde.
Y eran tantos pares de pies viniendo uno tras otro, que terminaron abriendo caminos en donde antes había sólo matorrales.
Todo el mundo parloteaba y conversaba y se reía, y por ahí se tironeaban un poco, pero finalmente todo anduvo bien, y la gente se fue encantada de haber conocido un lugar tan lindo.
Y el hombrecito no pudo más de ganas y se puso a acomodar la casa. La pava roja en el lugar de la pava, los banquitos, las cacerolas, los carreteles de hilo.
La casa era un destello.
Cansado, el hombrecito se fue haciendo un ovillo en la cama tibia.
Los pájaros se esponjaban en el nido entre suaves parloteos.
Y vaya a saberse. Vaya a saberse qué sueños soñaron aquella noche en que la casita tuvo todos los colores del mundo.
Autor
Laura Devetach